domingo, 27 de noviembre de 2016

Una lectura de "Devoción y Proteínas" de Juan Cristóbal Miranda






“…¿Dónde buscar
lo que se quiere esconder?

¿con qué palabras
 pintar una imagen
 que no recibe luz?”[1]

Dudas que llegan como una certeza, dudas que cuidadosamente esconden, algo que en la sucesión de poemas se olvida.  Y así lo que se oculta se pierde; porque se explora, porque emerge en acto.  Juan Cristóbal comienza su libro preguntándonos por ese nudo en el estómago, por lo que está al borde y todavía no puede, el roce con lo inasible que se protege en pesimismo, y de ese modo expone su ansia de ser. Y este comienzo, creo, dispara la incertidumbre que atraviesa todo del poemario: la pregunta por lo que puede actuar en uno mismo más allá de la voluntad, eso que nos desborda y arroja en la soledad de la búsqueda.

Pájaros, agua y luz. Dormitorios, cocinas, ventanas, patios de abuelos, pozos ciegos. Noticias en la radio, el gimnasio, una calle, el amor. Domingo, mar, un planeta lejano.  Frutas ácidas, granadas, misiles, escombros, santuarios. Los escenarios diversos por los cuales nos sumerge Devoción y Proteínas, sin embargo, parecen entrelazarse en dos temporalidades: una social, en el sentido de la externalización de un Yo en la construcción de la historia, en sus momentos cristalizados en capítulos que expresan un movimiento de encuentro-desencuentro. Un desplazamiento que no avanza en línea recta hacia la imagen buscada, pero que sí parece cobijarse en un ‘continuum’ de superación; como una fe no reconocida.
Así se desagrega el poemario en cuatro zonas, sintetizadas en los títulos:

y nos encandile apenas: como asomo hacia adentro difuso y frío, el anhelo, la oración, el pedido implícito en cualquier sensación de impotencia, de intuición que despierta .

Tu voz sobre el río: el amor como alteridad que no llega a atraparse, o diferencia que no se integra, elementos sonoros sobre líquido que corre, ecos de planetas lejanos, como un resonar que no se alcanza, que no se realiza.

ahora un animal oscuro: la introspección más fuerte que nos desdobla, por lo inesperado que emerge, por el deseo que se diluyó y se reconcentra,  teniendo que volver a partir de lo múltiple y extraño que nos empuja con la potencia y encantamiento de una ajenidad animal.

¿Y si se desata la tormenta?: que más que duda es afirmación de la etapa que se sucede inevitable, de purificación, ritual, salida. Ya no un juego sonoro que se escurre, sino ruido denso que va acumulándose y no pide futuro manso, como en los primeros momentos. A pesar del yo pesimista, se insinúa la aceptación de lo que no puede ni tiene porqué controlarse, que llega con la fuerza de un ciclo originario, de una intención de la naturaleza que sí o sí se consuma.

El otro espacio que se cruza es una temporalidad más ensimismada, propia, la que habla el ego con sus dudas, con su temor a la amenaza, con su incomprensión, el mundo como un objeto extraño, donde lo que se intuye no logra reunirse en lazos de sentido.  Es un tiempo estallado, ‘de esquirlas sinfónicas’, como una fuerte intuición que viene en partes que no llegan a apropiarse

“… en el piso de arriba
la soledad arrastrando muebles
y en la radio
una ola de violencia
estalla en medio oriente
y todo se llena de fragmentos
esquirlas sinfónicas
pequeñas agitaciones
a la hora de la siesta.”[2]

¿Y esa fuerte intuición no son los pájaros que van apareciendo también como pequeñas agitaciones a través de los textos? Como mensajeros errantes que sin embargo van insinuando el mismo aviso, una continuidad que no se logra en principio reconocer. Así, la búsqueda de una fijación del Yo, un ancla en la ´la lenta marea… en el mar invisible’[3], se presenta externa (de nuevo) como ajenidad animal,  en una temporalidad mítica. Esto puede verse sobre todo en la serie que parecen proponer los poemas Fuga, El Secreto, Kinotos, La  ofrenda, Trinchera.

“Cada pájaro que llega  a mi ventana
es una amenaza
cada golpe de su pico contra el vidrio
vibra como un misil
cada nuevo agujero
que descubro en las paredes
me recuerda ese nido derribado
que aún debo abandonar”[4]


En un proceso de cambio de tal magnitud, pesimismo y fuerza, ternura y violencia,  son una misma energía que se desdobla, que se toca en sus extremos y funde, potencia necesariamente bélica frente a los ‘yo’ que aún no pueden salir de los nidos. Que lo intentan en el trabajo cotidiano, en la búsqueda religiosa, en el amor de pareja, en la entrega a un otro, que parece encapsularse en lo fallido. Y la naturaleza vuelve a aparecer, mostrándonos su fe ciega, que todo tiene su acaecer constitutivo

“…Como un bote perdido
 la naturaleza pasa
y no nos ve.”[5]

Reza Ribera frente a lo que construimos o que nos toca, frente a lo que queda en los refugios, casas o templos, con la seguridad y el peligro de su protección, como el amor y el miedo que son por definición iguales, en Cruzada[6].

Pero, ¿qué es finalmente todo este sentido?, que atraviesa el poemario y se explicita y condensa en el texto Ars Poéticum[7] cuando afirma

 “…Eso que llamamos poesía
 solo es impotencia
 hecha palabras”

Podemos pensar que el resonar negativo de la palabra impotencia se diluye en el lenguaje poético que necesita de ese estado, de esa carencia, para ser. Podemos pensar que

 “El placer…. Es eso cuya forma a cada momento se realiza, que está perpetuamente en acto. De esta definición se desprende que la potencia es lo contrario del placer. Es lo que jamás está en acto, lo que siempre carece de fin; es en una palabra: dolor... Sólo como fin de la potencia,  sólo como absoluta impotencia el placer es humado e inocente; y sólo como tensión que oscuramente presagia su crisis, su juicio resolutivo, es aceptable el dolor. En la obra como en el placer, el hombre goza por fin de su propia impotencia.”[8]

Y en ese camino se abre la claridad, originalidad y belleza con la que Juan Cristóbal expresa una verdad ya sabida pero costosa en cualquier camino de liberación personal que se pretenda genuino: que el trabajo sobre uno mismo implica necesariamente encontrarse en la búsqueda del otro, múltiple o singular, conocido o extraño,  en los objetos, en los tejidos, en las que parecen contingencias y no lo son, pero también en el azar y en lo que se intuye destino. Y la serie de poemas lo logran,  lejos de la obviedad a la que podría llevar fácilmente un tema así, lo consiguen en esa pesquisa universal que se entrama en la tensión endogamia-exogamia, potencia-acto, tiempo singular-tiempo social. Tensión que se anuncia acabada perfecta en el claroscuro  al que juegan los poemas Interior    Refrigerador    Noche y   Exterior    Maceta     Día. Como cuando proponen adentrarse en el ‘interior húmedo’de la propia familia, ‘ensayando al infinito el rito de las provisiones’[9], para después asomarse a la tierra,  reconstruyendo  restos,  convirtiéndose ‘en pequeños arqueólogos’[10] de la propia especie; de nosotros y nosotras mismas.

Quizás de esta exploración entre pares inevitables se trate la escritura poética.

 





[1] Miranda, Juan Cristóbal (2016): Poema “Naturaleza Muerta”, del libro “Devoción y Proteínas”, Sello Editorial el Ojo del Mármol, Buenos Aires, pp. 12
[2]  “Yo, el sueño”, pp. 63
[3] “Marea”,  pp. 25
[4] “Trinchera”, pp. 59
[5] “Ribera”, pp. 32
[6]  pp. 30
[7]  pp. 51
[8] Agamben, Giorgio (2015): Idea del Poder, del libro “Idea de la Prosa”, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires.
[9]  Interior    Refrigerador    Noche, pp. 12
[10]  “Exterior    Maceta    Día”, pp. 15