lo que se quiere esconder?
¿con qué palabras
pintar una imagen
que no recibe luz?”[1]
Dudas que llegan como una certeza,
dudas que cuidadosamente esconden, algo que en la sucesión de poemas se
olvida. Y así lo que se oculta se
pierde; porque se explora, porque emerge en acto. Juan Cristóbal comienza su libro preguntándonos
por ese nudo en el estómago, por lo que está al borde y todavía no puede, el
roce con lo inasible que se protege en pesimismo, y de ese modo expone su
ansia de ser. Y este comienzo, creo, dispara la incertidumbre que atraviesa
todo del poemario: la pregunta por lo que puede actuar en uno mismo más allá de
la voluntad, eso que nos desborda y arroja en la soledad de la búsqueda.
Pájaros, agua y luz. Dormitorios,
cocinas, ventanas, patios de abuelos, pozos ciegos. Noticias en la radio, el
gimnasio, una calle, el amor. Domingo, mar, un planeta lejano. Frutas ácidas, granadas, misiles, escombros, santuarios. Los escenarios diversos por los cuales nos sumerge Devoción y Proteínas, sin embargo, parecen
entrelazarse en dos temporalidades: una social, en el sentido de la
externalización de un Yo en la construcción de la historia, en sus momentos
cristalizados en capítulos que expresan un movimiento de
encuentro-desencuentro. Un desplazamiento que no avanza en línea recta hacia la
imagen buscada, pero que sí parece cobijarse en un ‘continuum’ de
superación; como una fe no reconocida.
Así se desagrega el poemario en cuatro zonas, sintetizadas en los títulos:
y nos encandile apenas: como asomo hacia adentro difuso y frío, el anhelo, la oración, el pedido implícito en
cualquier sensación de impotencia, de
intuición que despierta .
Tu voz sobre el río: el amor como alteridad
que no llega a atraparse, o diferencia que no se integra, elementos sonoros
sobre líquido que corre, ecos de planetas lejanos, como un resonar que no se alcanza,
que no se realiza.
ahora un animal oscuro: la introspección
más fuerte que nos desdobla, por lo inesperado que emerge, por el deseo que se
diluyó y se reconcentra, teniendo que volver
a partir de lo múltiple y extraño que nos empuja con la potencia y encantamiento de una ajenidad
animal.
¿Y si se desata la tormenta?: que más
que duda es afirmación de la etapa que se sucede inevitable, de purificación,
ritual, salida. Ya no un juego sonoro que se escurre, sino ruido denso que va acumulándose y no pide futuro
manso, como en los primeros momentos. A pesar del yo pesimista, se
insinúa la aceptación de lo que no puede ni tiene porqué controlarse, que llega
con la fuerza de un ciclo originario, de una intención de la
naturaleza que sí o sí se consuma.
El otro espacio que se cruza es una
temporalidad más ensimismada, propia, la que habla el ego con sus dudas, con su
temor a la amenaza, con su incomprensión, el mundo como un objeto extraño, donde lo que se intuye no logra
reunirse en lazos de sentido. Es un
tiempo estallado, ‘de
esquirlas sinfónicas’, como una fuerte intuición que viene en partes que no
llegan a apropiarse
“… en el piso de arriba
la soledad arrastrando muebles
y en la radio
una ola de violencia
estalla en medio oriente
y todo se llena de fragmentos
esquirlas sinfónicas
pequeñas agitaciones
a la hora de la siesta.”[2]
¿Y esa fuerte intuición no son los
pájaros que van apareciendo también como pequeñas
agitaciones a través de los textos? Como mensajeros errantes que sin
embargo van insinuando el mismo aviso, una continuidad que no se logra en
principio reconocer. Así, la búsqueda de una fijación del Yo, un ancla en la ´la lenta marea… en el mar invisible’[3],
se presenta externa (de nuevo) como ajenidad animal, en una temporalidad mítica. Esto puede verse
sobre todo en la serie que parecen proponer los poemas Fuga,
El Secreto, Kinotos, La ofrenda, Trinchera.
“Cada pájaro que llega a mi
ventana
es una amenaza
cada golpe de su pico contra el vidrio
vibra como un misil
cada nuevo agujero
que descubro en las paredes
me recuerda ese nido derribado
que aún debo abandonar”[4]
En un proceso de cambio de tal
magnitud, pesimismo y fuerza, ternura y violencia, son una misma energía que se desdobla, que se
toca en sus extremos y funde, potencia necesariamente bélica frente a los
‘yo’ que aún no pueden salir de los nidos. Que lo intentan en el trabajo
cotidiano, en la búsqueda religiosa, en el amor de pareja, en la entrega a un
otro, que parece encapsularse en lo fallido. Y la naturaleza vuelve a aparecer,
mostrándonos su fe ciega, que todo tiene su acaecer constitutivo
“…Como un bote perdido
la naturaleza pasa
y no nos ve.”[5]
Reza Ribera frente a lo que construimos o que nos toca, frente a lo que queda
en los refugios, casas o templos, con la seguridad y el peligro de su protección,
como el amor y el miedo que son por definición iguales, en Cruzada[6].
Pero, ¿qué es finalmente todo este
sentido?, que atraviesa el
poemario y se explicita y condensa en el texto Ars Poéticum[7]
cuando afirma
“…Eso
que llamamos poesía
solo es impotencia
hecha palabras”
Podemos pensar que el resonar
negativo de la palabra impotencia se diluye en el lenguaje poético que necesita
de ese estado, de esa carencia, para ser. Podemos pensar que
“El placer…. Es eso cuya forma a cada
momento se realiza, que está perpetuamente en acto. De esta definición se
desprende que la potencia es lo contrario del placer. Es lo que jamás está en
acto, lo que siempre carece de fin; es en una palabra: dolor... Sólo como fin
de la potencia, sólo como absoluta
impotencia el placer es humado e inocente; y sólo como tensión que oscuramente
presagia su crisis, su juicio resolutivo, es aceptable el dolor. En la obra como
en el placer, el hombre goza por fin de su propia impotencia.”[8]
Y en ese camino se abre la
claridad, originalidad y belleza con la que Juan Cristóbal expresa una verdad
ya sabida pero costosa en cualquier camino de liberación personal que se
pretenda genuino: que el trabajo sobre
uno mismo implica necesariamente encontrarse en la búsqueda del otro, múltiple
o singular, conocido o extraño, en los
objetos, en los tejidos, en las que parecen contingencias y no lo son, pero
también en el azar y en lo que se intuye destino. Y la serie de poemas lo logran, lejos de la obviedad a la que podría llevar fácilmente
un tema así, lo consiguen en esa pesquisa universal que se entrama en la
tensión endogamia-exogamia, potencia-acto, tiempo singular-tiempo social. Tensión
que se anuncia acabada perfecta en el claroscuro al que juegan los poemas Interior Refrigerador Noche y
Exterior Maceta
Día. Como cuando proponen adentrarse en el ‘interior húmedo’de la propia familia, ‘ensayando al infinito
el rito de las provisiones’[9],
para después asomarse a la tierra, reconstruyendo
restos,
convirtiéndose ‘en pequeños
arqueólogos’[10]
de la propia especie; de nosotros y nosotras mismas.
Quizás de esta exploración entre
pares inevitables se trate la escritura poética.
[1] Miranda, Juan Cristóbal (2016): Poema “Naturaleza Muerta”, del libro
“Devoción y Proteínas”, Sello Editorial el Ojo del Mármol, Buenos Aires, pp. 12
[2] “Yo, el sueño”, pp. 63
[3] “Marea”, pp. 25
[4] “Trinchera”, pp. 59
[5] “Ribera”, pp. 32
[6] pp. 30
[7] pp. 51
[8] Agamben, Giorgio (2015): Idea
del Poder, del libro “Idea de la Prosa”, Adriana Hidalgo Editora, Buenos
Aires.
[9] Interior Refrigerador Noche, pp. 12
[10] “Exterior Maceta
Día”, pp. 15